(08/52) La enésima es la vencida.

– ¿Cuántas van ya, papá?

No era la primera vez que yo, o alguno de sus hijos, se lo preguntaba, ni la primera vez que lo hacíamos con preocupación disfrazada de broma, ni la primera vez que deseábamos con todas nuestras fuerzas que ya no ocurriera.

Sonrió y me dijo un número que me parecía exagerado, pero sonó justo como a él le gusta exagerar. En esta ocasión fui yo el despistado que no tuvo cuidado en considerar su habitual manera de inflar datos para divertirse con nuestras reacciones, que si viniera de otra persona, sería síntoma de mal comediante y causa de molestias, pero en él continúa cultivándose como un gesto que construye necesaria cercanía.

En sus días de descanso, él de joven y nosotros de niños, nos mandaba a comprar fruta para comer por la tarde y cuando preguntábamos cuánto habría que comprar, nos respondía serio y diligente: una arpilla de naranja, diez sandías y si era posible, ocho kilos de mango. Mis hermanos y yo nos quedábamos boquiabiertos, maquinando en nuestras cabezas cómo haríamos para cargar todo ese peso, hasta que veíamos su risa que brillaba lo suficiente para aclararnos la sorpresa y extenderse hasta provocar nuestras risillas infantilonas.

Pero esa vez, no jugaba para hacerme reír. Ni para distraerme de algo que no quería que supiera o presenciara. No era como aquellas veces cuando veíamos películas en casa, donde si, por su mala suerte, comenzaba un flirteo entre los protagonistas que desembocaba en el inicio, o siquiera la insinuación de una escena sensual, nos distraía ofreciéndonos palomitas, dulces o agua, hasta que la escena se disolvía.

– ¿Seis? o siete. No, ya van ocho con la de ayer – me dijo.

Ocho caídas. Todas en un lapso de seis meses. Dos huesos rotos. Uno punto tres, tres, tres, tres; hasta el infinito, de caídas por mes. Tiene ochenta años recién cumplidos, nueve hijos y menos-una-esposa que murió hace un par de meses y cuyo pesar se extiende hasta lo más lejano de los decimales en el resultado de dividir ocho entre seis.

Lo que sí hizo fue intentar disolver la gravedad o más bien intentó tranquilizarme con la promesa de que tendría más cuidado al caminar.

En ocaciones cuando lo veía realizar alguna tarea que me resultaba interesante, más por desconocida que por divertida, le preguntaba con suma curiosidad de niño qué hacía y él, comediante eterno, respondía: estoy jugando. Y ya que, a pesar de mi ingenuidad, su respuesta no me resolvía la duda, ni me explicaba la razón de sus tareas, yo volvía a insistir con mi pregunta, aunque de poco servía, porque volvía a repetir: Juego, te digo, estoy jugando. Y no quedaba nada qué hacer, más que irme a jugar de verdad con mis propios juguetes o bien, observarlo y descubrir de a poco, qué aparato doméstico, mueble o herramienta, trataba de reparar.

Aunque se le pregunte qué ocurre, cómo se siente, y uno reciba sus respuestas breves, poco informativas y nada aclaratorias, queda nomás irme a jugar con mis juguetes de adulto o en su lugar, observarlo a lo largo de mi visita para descubrir poco a poco su ánimo, su emoción o su tristeza, o incluso su aburrimiento y verlo como decide mejor irse a leer, libros de los que solo si preguntas, te comparte la trama, pero difícilmente la interpretación de su lectura. Menos mal que él me enseñó a insistir.

– ¿Y cómo se siente? – le pregunté.

Desde la segunda vez que cayó, lo diagnosticaron de pie caído. Según le explicó el doctor, a él en compañía de mi madre, que padecer de pie caído hace difícil levantar la parte delantera del pie, por lo que es posible que lo arrastre por el piso al caminar y exige que el muslo se tenga que levantar más de lo acostumbrado para poder avanzar el paso sin tropezar. Y aunque mi padre siempre ha hablado sobre la aceptación de su edad y repite constantemente la frase todo por servir se acaba, con convicción de que es algo ineludible, a veces su vanidad lo traiciona y ahora que la piel de su cuello cuelga un poco, pide siempre que le abrochen el botón más alto de la camisa con la intención de ocultar ese paso del tiempo. Tal vez ese día el médico le quebró un hueso de la vanidad, lo hizo caer con su diagnóstico.

Su primera caída fue en la cocina. Desayunaban solos mi madre y él, cuando se paró para tomar un vaso con agua y confiado en el conocimiento de los espacios y rutina de los movimientos del cuerpo para recorrerlos, no levantó lo suficiente el pie para evitar el breve escalón que inaugura la cocina y cayó. No se lastimó más allá de un raspón en el codo. Mi madre gritó asustada y frustrada por no poder moverse rápido debido a su muy reciente operación de rodilla, sin embargo el humor, su maquillista predilecto en este tipo de escenas, apareció, se puso de pie y los dos rieron por su aparente torpeza.

La segunda, la tercera, la cuarta caída fueron muy similares, a veces los moretones eran más evidentes y otras veces no entendíamos cómo no se había lastimado en absoluto. Sin embargo su descuido al caminar a sabiendas del diagnóstico me sorprendía cada que mi madre me marcaba para contarme de una caída más. En cada levantarse, menos chistes, menos risas.

Con la genialidad de un caricaturista, mi papá ha ocupado su astucia encontrando rasgos físicos particulares para identificar a las personas, dibuja una manera más sencilla de hacer trabajar a su memoria y a partir de un apodo que resume su primer impresión o una palabra que describe el rasgo de una manera totalmente opuesta. Bautiza ingeniosamente y en secreto familiar a vecinos, amigos, yernos y sobrinos. Sin embargo, aunque todos sus hijos le celebramos sus divertidas observaciones, independientemente de sus más de cincuenta años de casados, mi madre no siempre se dispuso identificar que se trataba de un buen momento para disponerse a la diversión y algunas veces decretaba conteniendo la risa que dejara de poner apodos, que ese último, lo había hecho caer de su gracia.

– Ya bien, fue nomás un rasponcito – explicó.

La séptima fue la más grave. Tropezó al subir las escaleras y desde el escalón más alto cayó de espaldas y se golpeó contra el muro, se quebró la clavícula y en un intento de sostenerse con su mano, se fracturo el dedo índice. Pasó el tiempo de las dos o tres semanas siguientes preso de su movilidad y auto sentenciado a prometer nuevamente que a partir de ahora caminaría con más cuidado. Se lo decía a mi madre, a quien también le quedó una cicatriz en la memoria. Cada que recordaba el acontecimiento lloraba con discreción, evocaba la angustia que le causaba siquiera imaginar que el fin había llegado.

Días antes de la muerte de mi madre, mi padre construyó un muro imaginario que no se pudo sostener, me lo platicó recientemente. Me confesó que le prometió no hospitalizarla bajo ninguna circunstancia, me explicó con culpa, que no supo qué hacer cuando notó que no podía respirar y con la ayuda de mis hermanos que llegaron de inmediato, la llevaron al hospital. Subieron a mi madre al coche y ella cómo pudo lo miró e hizo un gesto de despedida con la mano. Sobre él cayó su muro protector. Lo abracé y le hice ver que esa promesa era insostenible, lo convencí de que hizo lo que tenía que hacer. Cayeron sus lagrimas, yo a él lo sostuve.

Varios años atrás, durante un desayuno con amigos, conversamos sobre nuestras familias, no faltó quien, con su preocupación ansiosa sobre el futuro, confesara que temía llegar a cierta edad en donde frases parecidas a mi papá cayó, brotaran espontáneamente en sus conversaciones. Ahora en el presente, me doy cuenta que ya estoy, junto con todos mi hermanos, en esa edad.

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Pintor e Ilustrador autodidacta. Aprendiz de escritor. GDL. www.edgarmt.com

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