Vi a Joven, el-que-no-sabía-que-todavía-me-gusta, ayer en la feria. Le pregunté cosas para que me platicara un rato. Dónde compraste tu totebag, cómo has estado, tu cabello qué largo.
Más tarde me lo encontré varias veces en los pasillos porque en las ferias existo como hamster en laberinto. En una de esas, Joven caminaba con las amigas que lo acompañaban cuando llegó y asumí que ya iban de salida, así que me le quedé viendo a los ojos para que me lo confirmara con la vista. No hubo señal alguna, solo nos quedamos mirando y sonreí y él masomenos me respondió el gesto.
Se fue mucho más tarde, al final lo vi sentado platicando con amiga A. Me quedé con ganas de preguntarle más y de que me diera un abrazo al despedirse, como se lo dio a amiga A, en lugar de solo agitar la manita de lejos.
Más tarde vi a Muchacho, el-que-no-sé-si-me-gusta-o-no-más-es-guapo y a él sí le pregunté mucho. Dónde estudió, en cuál ciudad nació, cuanto tiempo tiene haciendo lo que hace, cómo aprendió, cuándo se pinto el pelo naranja. Hice una pausa para disculparme por hacer de la charla una entrevista y se rió. Me respondió otras dos y se fue con sus amigos a bailar. De él no me despedí ni de abrazo ni de manita agitada.
Vi las historias de mi amiga D y en ellas supe que es amiga de Muchacho. En una foto él sale de espaldas, envié un mensaje que sólo puedo mandar cuando estoy borracho por las cervezas gratis que repartieron en el museo.
— Qué guapo el pelorojo.
— Siii, es lo más.
Me arrepentí en la mañana y también mientras desayunaba, fantaseaba con haberlo borrado a tiempo, para que D no lo leyera y potencialmente no se lo comunicara a Muchacho.
Terminé mis claras de huevo con panela y valentina sintiendo culpa, crudita moral por hacer un cumplido indirecto. Por indirecto y por ordinario.
