(07/52) Cuarentena en el 99

Édgar MT
5 min readJul 14, 2021

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Estuve encerrado por dos semanas en una de las habitaciones del segundo piso en casa de mis padres. Tenía prácticamente prohibido salir. La causa aparente: tres erupciones en la piel diagnosticadas como varicela.

Me acercaban todo a esa habitación, mis cuadernos de tareas, agua, comida, la visita momentánea de mi perro y mi cuaderno de dibujo que me aliviaba horas de aburrimiento, estuviera yo sano o enfermo.

Si no fuera por las molestias que me daba descubrir nuevos granos y fiebre que subía y bajaba, la habría pasado de maravilla. Veía televisión como nunca antes, lo cual era todo un lujo en una familia numerosa que casi nunca se decidía por mis caricaturas favoritas. Ellos quienes me mandaban a dormir temprano cuando querían ver una película que asumían, no entendería, o bien, consideraban no adecuada para mi edad.

En esos años, mi cabeza tomaba esas restricciones como una afrenta, como si tuviera una dificultad para entender las cosas. Los adultos, groseros todos, me subestimaban.

Solo podía salir en ciertos momentos del día, cuando no se encontraba en casa la causa verdadera de mi aislamiento: un par de bebés, mis sobrinos, de dos y un año, que por supuesto no habían experimentado el paso de este virus por sus cuerpos pequeños. Nunca habían sufrido de granos en los brazos, en lugares recónditos, como en los párpados, el interior de las orejas, las ingles y en otros muchos lugares a los cuales, contrario a la indiscreta varicela, prefiero no invadir con exactitudes.

Lo que más extrañaba, más allá de mi humana libertad, era la escuela. Como casi todos los niños que cursan 5to grado de primaria, me emocionaba asistir, ya fuera porque veía a mis amigos, jugaba en el recreo o por el hallazgo de que con un poco de esfuerzo conseguía buenas calificaciones que ponían contentos a los adultos. Además en la escuela, curiosamente, ninguno me subestimaba. Mi maestro me elegía para competencias de conocimientos y junto a otros compañeros de clase me daba lecciones avanzadas. Me retaba con problemas matemáticos más complejos y me confiaba exposiciones de geografía o ciencias naturales. Me enseñó a confiar en mí.

Cuando mi salud era óptima y llegaba a mi casa después de la escuela, mi perro me recibía, contento, brincador inagotable. Ahora no podía jugar con él en el patio, ni en la sala, ni mucho menos cerca de la habitación de mis sobrinos. Cuando sí podía salir del cuarto, me convertía en perro que recibe a su amo. No babeaba ni aturdía con ladridos, pero sí salía brincando, efusivo incansable, siempre y cuando no hubiera un malestar que apagara mi ánimo.

Varios días antes de ser diagnosticado, me preparaba para recitar un poema enfrente de la clase, era una actividad sin mucha importancia, pero en la infancia esas responsabilidades sí que pesan. Y si bien pude haberme relajado y disfrutar de mis vacaciones forzadas y no preocuparme más por esa tarea, me angustiaba no poder presentarme. Se lo compartí a una de mis hermanas mayores quien al verme así de afligido, decidió ayudarme, tomó su bicicleta y se dirigió hacia la primaria en búsqueda de mi maestro para preguntarle si era posible que me presentara únicamente a recitar esos versos ya memorizados. Por supuesto no fue posible y en cambio, mi maestro me envío una recomendación. Descansa y disfruta tus vacaciones, dijo.

Las disfrutaba a veces, muy pocas, las peores vacaciones en una suite todo incluido, todo comezón, todo ronchas y un rostro que se deformaba en cada brote, todos los remedios caseros para calmar la picazón y ninguno se sentía efectivo.

Por ejemplo, uno ahora contraindicado para estos padecimientos, pero que por demasiado tiempo ha sido muy popular entre vecinas y madres preocupadas: tequila con sal aplicado directo en los brotes para calmar el hormigueo. Y así me la pasabo yo, caminando alrededor del cuarto, oliendo a promoción de tragos en cantina. O a mis tíos ebrios en madrugada de noche buena.

Un día jugaba con mi perro, cuando mi hermana y sus dos hijos, mis sobrinos carceleros, no se encontraban en casa. El timbre vibró y nos aturdió a todos. “Más vale tremenda chicharra a un timbre debilucho que nadie escucha”, nos decía mi mamá cuando alguien se atrevía a soltar cualquier queja y justo fue ella la que se encaminó a atravesar el largo patio para atender el llamado.

– ¿Es aquí la casa de Édgar? – sonó una voz masculina que reconocí fácilmente aunque mi cerebro se la pensó en escucharlo.

– Aquí es – dijo mi madre. —Soy su mamá, buenas tardes, pase por favor. Desde que mi esposo es quien asiste a las juntas de la primaria no había tenido el gusto, pase.

Y yo corrí al baño a limpiarme la baba de perro, mojarme el cabello, sacudirme las rodillas empolvadas. Era mi maestro que sin avisar decidió visitarme.

Me emocionaba su visita. Un adulto no-subestimador, curioso por los dibujos en mis cuadernos y por el que sentía yo admiración, mostraba preocupación por mí bienestar. No era el único adulto en preocuparse, por supuesto, pero sí el primero en preguntarme sobre mis rayones.

Salí por fin a responder todas las preguntas que me hizo sobre mis granos, sobre mis fiebres y sobre poemas no recitados. Después de una charla breve, se fue, deseando que me aliviara pronto. Yo le prometí, enfrente de mi madre, que no me rascaría más.

Una hora después de esa visita, mi hermana, madre de mis sobrinos, llegó a casa y yo supe muy bien que era hora de correr de nuevo a la habitación de mi aislamiento y mientras subía las escaleras, escuché cómo explicó a mi madre que mi exilio ya no tenía sentido y que ya por fin podía terminar. La razón: tres pequeñas ampollas en cada uno de mis sobrinos.

Tengo cicatrices en la piel, ¿cuántas serán? En mi paciencia y en mi concepto de aislamiento, también. Afortunadamente la varicela me dejó, en recuerdos, un remedio casero en forma de visita que me calmó más que el tequila con sal, que me enseñó otras cosas más allá de la aritmética básica.

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