(04/52) La plusvalía del progreso

Édgar MT
4 min readMar 7, 2021

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Era verano. Recordaba que en una de esas tardes soleadas, sus hermanas y él jugaban afuera de su casa. Luego de escuchar un alboroto de maquinas entrar por la calle, corrieron a la puerta de entrada para llamar a gritos a sus padres. Las máquinas movían sus largos brazos, dientes afilados al final de cada uno; eran monstruos de metal amarillo. Con gran estruendo, perforaban la mitad de calle y arrancaban cantidades impresionantes de tierra oscura. Su mundo se partía en dos, estaban encantados. Sus padres se veían contentos.

– ¿Ven esos tubos gigantes de allá? por fin tendremos drenaje –les decían sonriendo.

Él, como el hijo menor, no entendió en ese momento la importancia del cambio que ocurría en su colonia, ni la emoción de su papá de que, ese terreno grande con un árbol de mezquite gigante y frondoso, que compró impulsivamente hace años, en la que su casa fue construida, por fin, progresaba en plusvalía. Tampoco entendía el escepticismo de su madre, quien aparentemente nunca estuvo de acuerdo con vivir en esa colonia.

A pesar del avance lento de la obra, se terminó unos meses después, su mundo se volvió a unir pero esta vez, con unos tubos gigantes en las entrañas y además ahora, una nueva piel lisa y de concreto gris pesado, lo cubría.

Todo funcionaba bien, sus papás se encargaron de clausurar la fosa que antes servía para desahogar toda la casa, que a veces despedía malos olores. El agua residual de la lavadora, no tenía que ser regada en la calle, cubeta a cubeta, por la espalda de su madre y sus caras de cansancio. Todo bien.

Al pasar de los años, en el interior de su casa, notaron el surgimiento de criaturas que él sólo había visto existir, en las casas de sus familiares de la ciudad; seres cafés, de seis patas. Algunos volaban al sentirse atacados o vulnerables. Sus hermanas los odiaban, siempre gritaban con repulsión y mucho escándalo, después de un zumbido: ¡Cucarachas!

Las cucarachas poco a poco formaron parte de sus vidas, tomaron medidas para eliminarlas, lograron hacerlo con la mayoría pero siempre aparecía de repente alguna que hacía gritar al pobre inadvertido que estuviera cerca. Un brinco, al notar un movimiento veloz al encender la luz de la cocina; un grito, al presentir una amenaza de aleteo; una huida, con brincos y gritos, al escuchar el zumbido: sinónimo de pleno vuelo. Lo único que pudieron hacer fue acostumbrarse a su presencia.

Al mismo tiempo, surgieron otros conflictos, aparentemente más viejos que los insectos. A veces, durante el desayuno, se asomaba entre sus padres una discusión acerca de poner a la venta la casa, se escuchaba el aleteo de la idea de mudarse a la ciudad. Otras veces no entendía de qué hablaban y otras tantas, no hablaban nada. Así que, justo como hizo con las cucarachas, se acostumbró a su existencia.

En un principio, las cucarachas le causaban fascinación, eran seres que le provocaban curiosidad. A veces tomaba sus cadáveres y los observaba de cerca, contaba sus patas, extendía sus alas. Con el tiempo, a la vez que las discusiones de sus padres aumentaban, le causaron poco a poco, una mezcla de temor y repulsión. Ahora no contaba sus patas, sino que, con los ojos cerrados, recogía los cadáveres y con la cara mirando hacia otro lado, los aventaba al bote de basura.

Si bien, las peleas entre sus padres, no eran plaga, sí que fueron espontáneas y avasalladoras. No eran plaga, pero parecían serlo y sin remedio alguno. En algún momento también le provocaban curiosidad; acercaba su oreja a la puerta para escuchar las discusiones, otras veces se aventuraba a preguntar frontalmente qué ocurría. Sus padres se separaron poco después del drenaje nuevo, no alcanzó a entender bien por qué.

Recientemente, aunque muchos años después, se mudó a su propio departamento. Por fin estaba lejos de ellas. Aquí siempre tengo a la mano un insecticida y me sé algunos remedios caseros que las mantienen lejos, se decía constantemente. Porque en esta nueva colonia también existen, pero ellas no saben que ha tenido el mejor entrenamiento, sabe cómo esquivarlas en las calles, evitarlas de un brinco sin pisarlas y no por animalista, sino porque el crujido que se escucha al matarlas, le causa escalofríos.

Una noche recostado en su cama, con luces apagadas y ventana abierta para dejar entrar al sueño, escuchó un zumbido muy cerca de su cabeza y de un brinco se paró para encender la luz, mientras repetía en su mente el deseo de que no se tratara de su visita más incómoda. Movía su cabeza a todos lados para descubrirlo, hasta que lo hizo. Era una cucaracha de tamaño considerable, aterrizó sobre la cortina y ahora caminaba tranquilamente en la parte superior de la ventana. Erráticamente con la mano izquierda tomó un aerosol de insecticida y la roció sobre ella sin piedad. Abrió sus alas café-transparente y zumbando se dirigió hacia él, volvió a rociarla pero ahora sin detenerse. El aleteo y una lata de insecticida vaciándose fueron los sonidos de guerra, sumándose a su respiración agitada.

Cayó muerta pero aún se movía, la antena derecha al mismo tiempo que la cuarta pata, la antena izquierda, junto con la primera pata. Verla así, moverse en pulsos, le dio más rabia que repulsión, parecía provocarlo, él seguía respirando agitado, se acercó, levantó el cuerpo tembloroso de esa hada marrón y la metió en su boca. Cerró la mandíbula con fuerza hasta sentir un fuerte crujido, ahogado por el calor de su boca. Varias lágrimas brotaban de sus ojos. Abrió una vez más la mandíbula y volvió a cerrar, crujía de nuevo.

Algo pasó, comenzó a sentirse mejor en cada mordida. Mordía y sentía matar alguna pelea de sus padres, un crujido y llenaba un silencio incómodo en el desayuno. Mordida, crujido, mordida, crujido. Mordida, tranquilidad. Un ritmo que le desahogaba la ilusión de aniquilar todo tipo de plaga entre sus padres.

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